top of page

Para la única mujer que amé… y jamás conocí

Llevabas brillo en los labios. Un cintillo rojo, delgadito, que capturaba tu caballera negra y la apresaba para que no cometiera el pecado de ocultar tu rostro que, perfecto a pesar de las imperfecciones, era coronado por unos ojos enormes, tan negros, misteriosos y apasionantes, como las grandes aventuras de toda una vida; como los sueños que se convierten en fantasía… como la muerte que llega avisada.

Usabas jeans ajustados, franela blanca y una chaquetita roja de poliéster. Zapatos deportivos que alguna vez fueron blancos. Y tus orejas estaban protegidas por audífonos. Tenías las piernas cruzadas y movías la izquierda al ritmo, supongo yo, de la canción que escuchabas. Algunos libros y cuadernos descansaban en tu regazo. ¿Cuántos años tendrías? Yo, quiero pensar que teníamos la misma edad. Quiero pensar que, al menos, teníamos eso en común: entonces ambos teníamos diecisiete años.

Fue la primera y única vez en mi vida que subí al bus en esa parada y con aquel destino: tu destino… porque no bajé donde debía sino donde tú me permitiste hacerlo.

Apenas despertaba mi joven adultez. El primer semestre en la universidad, los primeros tragos fuertes, las primeras peleas de puño por causa de alguna muchacha que ni sabía mi nombre… era el comienzo de todo. El comienzo de lo que luego, pronto, demasiado rápido, se convertirá en “la vida cotidiana” y, mucho peor, “la rutina”.

Subí al bus un jueves por la mañana. Mes de vacaciones. Había sorteado el primer semestre de Economía en la Universidad de Carabobo, igual que un malabarista intenta mantener cinco pelotas en el aire: con más ingenio que sabiduría. Pero… ahí estaba, al menos saliéndome con la mía.

Era una mañana fresca y soleada y Valencia parecía linda y yo sentía que todo saldría bien, que mi futuro sería especial porque yo sería lo suficientemente creativo como para no cometer errores que me convirtieran en un tipo del montón… ¡Dios, qué iluso!

Encontré un solo asiento, cerca de los últimos puestos. Al acomodarme, voltee a mi derecha y te vi. No, no te vi. Te grabé. Te fundí en mi mente como un negativo fotográfico. Desde tus zapatos curtidos hasta las chispitas de sol que saltaban en tus labios, eras el ser más bello, más vivo e inolvidable que se posaba ante mis ojos acostumbrados a películas de monstruos. No pude regresar mi cabeza a su sitio. Preferí girar mi torso y, con el disimulo de quien no quiere parecer un psicópata altamente peligroso, me atreví a perderme en los detalles de tu persona.

¿Qué canción escuchabas?... quería saber si era algo romántico o algo más fuerte. Tus ojos a veces se perdían, con una mirada llena de calma que, imaginaba yo, era gracias al placer sonoro. Pero, yo no era un gran conocedor de música y de seguro ahí no tendríamos nada en común. Tantas preguntas… tantas ganas de sentarme a tu lado para decirte: ¡qué bonita eres!, y luego, así, sin perder tiempo (porque, me dice la experiencia, el tiempo vale mucho, lo vale todo y si nos volvemos fríos y autómatas, un mal día, un pésimo día, despertamos y descubrimos que el tiempo se nos fue… que lo dejamos ir y que se convirtió en una tormenta de arena que llegó con fuerza pero terminó evaporando nuestras ilusiones), pero si le hablaba, era mi preocupación, podía romper el mágico momento de verla ahí, sentada. Acompañada de su pureza.

Varias paradas fueron quedando atrás. Incluso la que me correspondía. Pero me quedé ahí para acompañarte en la corta distancia y admirarte en secreta complicidad. Pude imaginar el éxtasis que significaría probar tus labios, sentir tu piel suave y perfumada de rocío… imaginé mi vida y la tuya siendo una sola; las risas compartidas, los viajes… pero no sólo imaginé con indiferencia… yo te sentí a nivel íntimo, molecular. Átomos contra átomos. Fuiste un tatuaje en mi memoria, en mi corazón y en cada uno de mis sentidos. Eras mi protagonista personal. La heroína de mis desventuras, la droga a la que siempre sería adicto. ¡Entonces me miraste!, tus ojos y los míos. se encontraron, se reconocieron… ¿un segundo, dos?, ¡qué importa cuando todo el universo parece haber ofrecido una reverencia para que aquel choque celestial ocurriera justo en ese bus destartalado!... sonreí y me sonreíste. Y ahí fuimos pareja. Tuvimos un contacto. Durante un segundo nos compenetramos. Nuestra energía mutua se convirtió en sonrisas… fuimos felices…

Bajaste en la próxima parada y jamás volví a verte. No sé tu nombre. No sé nada de ti. Pero desde ese jueves por la mañana y durante los siguientes cincuenta y dos años de mi extraña existencia, te he pensado, recordado y anhelado… y en esta noche oscura y fría, plagado de muchos dolores y casi inmóvil, ocupando una solitaria cama de hospital, debo apurarme dado que el veredicto del joven médico ha sido el que ya hace tiempo esperaba… Por lo tanto, antes que mi ocaso definitivo me cobije bajo la eterna tranquilidad, te diré lo que debí decirte ese día: ¡Te amo, te amo con todo y siempre te amaré!

Carlos Flores

Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
No hay tags aún.
Síguenos
  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page